PARÍS…
6:00 am.
Por la ventanilla del avión, mi emoción saltó a la par de
los conejitos del escampado del aeropuerto; tan curiosos y salvajes que
parecían haberse colgado sin evolución, desde épocas remotas galas. Mariposas
en el estómago. Aterrizaje perfecto.
El aeropuerto Charles de Gaulle me pareció magnífico,
deslumbrante, me mostró su blanca y brillante dentadura; para mi sorpresa, mis
nueve maletas repletas de artesanía popular venezolana, fueron recibidas como
estrellas hollywoodenses y desfilaron sobre la alfombra roja, sin ninguna
objeción por parte de la policía de migración y aduana. Por el contrario, todos
saludaron cordiales y me abrieron el paso con un ademán de bienvenida.
Anoté el primer gol del triunfo, con esa gran entrada al país
galo, muy apropiado para la víspera de la Coupe du Monde France 98.Así, llené
el tanque de buen combustible, recargue mi autoestima hasta los cielos, me
erguí y la claraboya se abrió, para lanzarme disparada a mi siguiente aventura.
La ciudad era mil veces más espectacular que en mis mejores sueños. Creo que la
llaman la ciudad de la luz, por sus destellos permanentes, allá todo produce
destellos, el crepúsculo sobre las vitrinas, sobre los ventanales, sobre los
dientes de los parisinos, sobre sus ojos que conectaban con los míos una que
otra milésima de segundo y era suficiente para expandirme el pecho y sentir el
redoble de los fuertes latidos de mi corazón.
Música de acordeón, risas, susurros volátiles y humo de
cigarrillos, olor a humedad, a aguas pútridas, todo viajaba hacia mí,
acariciando mi rostro, encendido por los destellos naranjas dulces del sol de
la primavera parisina.
Era como haber viajado en una capsula tele transportadora y
haber caído en otra dimensión, una dimensión más relajada, más amplia, más
lumínica. Era mi mayor impacto de mi vida para entonces, mucho más importante
que la vez que vi a la madre Carmen, nuestra tutora de 5to. Grado de primaria,
manosear a Lidia en plena clase, delante de todas sus compañeras de clase,
aparentando ser simpática y cariñosa. Allí supe para siempre, que “el hábito no
hace al monje”.
La Madame me recibió con caricias y sonrisas, más tarde me
trajo llantos y amarguras, pero siempre acrecentó mi deseo de vivir una vida
propia bajo su mirada.
Por eso la amé, la deseé y la sufrí, ella me permitió seguir
viva.
RUE DE CHARENTON 105...
El espacio era diminuto pero confortable, habitable; 30
metros cuadrados, algunas paredes desnudas, una ventana victoriana de piso a
techo, a la izquierda el Bois de Vincennes, a dos cuadras la estación del metro
Charenton Ecole… un barrio perfecto, un
departamento perfecto, para una turista con un previsible gran futuro irregular
en Francia, buscando cambiar su deambular caraqueño por una vida propia en
cualquier parte del planeta.
Después de mucho rezar, finalmente Monsier Camaraza me entregó las llaves, sin embargo,
no antes de advertirme con ojos pulludos, que nadie debía saber que pagaba
renta alguna, remarcando esto, pidiendo discreción absoluta como condición,
siendo lo más importante en nuestro (“oscuro”) trato.
Llave en mano nos despedimos, de inmediato cerré la puerta y
pasé la llave. Emoción desbordada. Saltos de alegría. Un mundo por conquistar.
Ya estábamos en nuestro hogar, el aire era un poco pesado, el polvo teñía con
un ligero tono grisáceo los muebles y los marcos de la ventana y todo el departamento,
la niña inspeccionaba, feliz, curiosa, emocionada, descubriendo cada rincón,
abrí la ventana y fue lo mejor, entró un viento fresco y primaveral y Charenton
desplegó sobre nosotras su gama de olores, que nos dieron la bienvenida a
nuestro refugio, e inhalé la grandeza del poder supremo hasta por los poros.
Felicidad.
Un primer logro, de miles de retos en lista, que
enfrentaríamos a lo largo de dos increíbles años mi hija de 5 años y yo, solas
en la capital de la Luz.
TRABAJO AL NEGRO. Continuará...
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